lunes, 14 de noviembre de 2016

Reflexión sobre mi relación con el libro


Bienvenidos a mi blog. Antes de comenzar esta entrada tan especial para mí, pues es la primera de la que espero sea una larga lista, me gustaría presentarme. Me llamo Mónica y soy una joven española con una gran ansia lectora. Llevo mucho tiempo queriendo comenzar a escribir en esta plataforma, y me temo que es el miedo a no satisfacer a mis posibles seguidores lo que me ha impedido cumplir con ese objetivo más prontamente. Hoy, por fin, he decidido salir de mi silencio y atreverme a abrir mi corazón ante vosotros. Tras mucho meditar he llegado a la conclusión de que lo más idóneo es compartir mi experiencia con los libros, así me conoceréis con más profundidad.



La lectura me interesa desde mi más tierna infancia. Normalmente los padres les leen cuentos a los niños, pero yo, desde que aprendí a leer, los leía todas las noches ante ellos. Era una actividad que me gustaba bastante, tanto que, al contrario de los que les pasa a muchos pequeños, no me importaba que nos mandasen lecturas obligatorias en el colegio. Sin embargo, fue en mi etapa como preadolescente cuando, por una serie de factores que no vienen al caso, me apoyé mucho en los libros para poder superar el dolor de estar viva en una edad tan complicada. Así fue como comencé a leer de forma compulsiva y, cuanto más leía, más ganas tenía de leer. Tras saber que existía una carrera como es la de filología hispánica, decidí, muy prematuramente, que era lo que quería hacer en mi vida. Los años en el instituto me acercaron a libros diseñados, por decirlo de algún modo, para gente de mi edad, pero también a algunos de los clásicos de la literatura española más conocidos. Mientras otros refunfuñaban por tener que poner más empeño por su parte para leer estos títulos, yo me esforcé en comprenderlos y desencriptar ese mensaje que me parecía que todos llevaban oculto. Tan obsesionada estaba con encontrarle un sentido a esas obras tan complejas que, a medida que iba mejorando mi comprensión lectora, comenzaba a leer muchas de las mencionadas en clase por mi cuenta en casa.  Fue entonces cuando me di cuenta de que, efectivamente, yo iba a ser filóloga, porque me encantaba llevar a cabo esa labor. En bachillerato, con la asignatura literatura universal, pasé uno de los periodos más felices de mi vida y, por ello, muchas de las obras que voy a tratar fueron leídas en esta etapa juvenil. Mi estancia en la universidad me ha hecho madurar, permitiéndome entender mejor los libros y más a las personas. Supongo que es natural en la filología detenerse en el carácter humano. Por eso siempre digo mi pequeña biblioteca es oficialmente un templo en el que aprendo, pero secretamente un lugar en el que descanso y contemplo al hombre. 

Lo realmente difícil ha sido seleccionar unos pocos títulos de los muchos que se podrían mencionar. Esta tarea me ha ocupado bastante tiempo, y al final no he tenido más remedio que acotar enormemente la lista de preferidos. Puesto que, ciertamente, “leer es protestar contra las insuficiencias de la vida” —señala Mario Vargas Llosa—, considero que las obras más destacas siempre debieran ser aquellas que se proponen luchar contra algo, aunque sea contra nosotros mismos. La literatura siempre nos sorprende con grandes obras que nos hacen palpitar, y es ello lo que nos descubre como humanos. Mi elección se ha basado, precisamente, en aquellos libros que me han enseñado algo, han cambiado mi forma de ver la vida o, simplemente, me han emocionado. 

Los guardianes del libro (2008), de Geraldine Brooks, es una novela interesante sobre la eterna persecución que han sufrido siempre los textos religiosos. La protagonista es una bibliófila australiana a la que se encarga la restauración de un tesoro perdido, la Haggadah de Sarajevo. Tras la evaluación del estado del libro, se van intercalando a la trama central diversos capítulos que explican qué causas han hecho posible que dicha obra judía llegue en semejantes condiciones hasta nuestros días tras varios siglos asimilando toda clase de peligros. La autora trabaja sobre una base histórica, pues esta joya única existe y muchos hechos narrados en relación a ella están documentados, y añade también hipótesis tan verosímiles sobre su composición u origen que incluso han sido aceptadas como probables por algunos investigadores. Es, por consiguiente, una novela muy recomendable para quienes se sienten atraídos por la historia del libro y desean conocer casos tan maravillosos como el de la Haggadah judía. No es precisamente uno de las obras que más me ha cautivado, pero sí despertó en mí la curiosidad por saber más sobre el caso de ese libro perdido en concreto.  

Otra novela que me fascinó fue Todo se desmorona (1958), de Chinua Achebe. Esta narra la historia de Okonkwo, un guerrero nigeriano que, tras volver del exilio, encuentra un gran número de misioneros británicos en su aldea. A través de su figura, conocemos las costumbres del país sin que se nos omita un dato por negativo que sea. El escritor pretende plasmar todas las caras de la moneda, representar lo bueno y lo malo de su patria, ofrecer una mirada diferente. Hasta entonces ningún africano había tenido la oportunidad de mostrar su versión de los hechos, de intentar transmitir el dolor que la expansión territorial había causado en ellos. Achebe se enfrenta así a los prejuicios existentes sobre el continente. Concretamente escribe como respuesta a Corazón en las tinieblas, de Joseph Conrad. En esta obra, que trata el tema de la colonización desde una perspectiva totalmente eurocéntrica, se alude a que la ocupación es perjudicial sobre todo para los hombres blancos y no tanto para los habitantes del Congo, a los que se describe como animales salvajes. La voz de los subyugados se hace eco gracias al padre de la literatura africana, lo que le concede a la novela Todo se desmorona mucho valor. A mi juicio es admirable la forma con la que el escritor defiende el derecho de su pueblo a la libertad. Condena la violencia y la opresión propias de los conquistadores, pero más especialmente dignifica a los hombres de raza negra y les concede el carácter humano que libros como el del escritor polaco les había negado. 

La obra más famosa de César Vallejo, Trilce (1922), me sorprendió hace años muy gratamente. Debo decir que, antes de comenzar su lectura, jamás imaginé que me fuese a impresionar tanto. Se trata de un poemario enormemente innovador de influencia surrealista que, no por ello, está exento de grandes temas a los que siempre recurre el ser humano. Aquellos poemas más sobrecogedores, en mi opinión, son aquellos que recrean la infancia del escritor peruano. Todos ellos, de carácter melancólico, están cargados de la más profunda amargura pero, probablemente, son los únicos que recrean momentos felices en la vida del poeta. El poema lxv es uno de los más bellos, puesto que realiza un viaje al pasado y se refiere a su madre como si en verdad ella lo estuviese escuchando. También el poema iii, por ser en el que más creo que me permitió acercarme a la personalidad de Vallejo, es maravilloso. En él recuerda su niñez y nos deleita con unos versos preciosos destinados a su hermano Miguel. El dolor se plasma tanto por la pérdida de este familiar como por ese pasado perdido al que ya nunca más podrá regresar. Me sentí angustiada en momentos puntuales de la obra, y creo que se debe a que capté la intensidad de este sensacional poeta. 

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935) es una elegía poco conocida de Federico García Lorca que debería merecer más popularidad. El poeta describe detalladamente la muerte de su amigo Ignacio, quien fallece de una cornada mientras torea, y a él le dedica la composición. El desconsuelo transmitido en el momento del accidente no se puede describir con palabras de tan intenso que es el dolor por esta agonía. Tras esto recuerda con cariño a su amigo, parte no menos sentimental y emotiva. Esta alabanza no cesa ni cuando representa la tumba del famoso torero, lo que es enternecedor. Finaliza la elegía con una reflexión muy profunda sobre la muerte que está desprovista de todo eco esperanzador. Si algo valoro de este poema es la capacidad que tiene Lorca de hacernos sentir esa muerte tanto como los que conocían a su amigo, o al menos igual que si lo hubiésemos visto herido en la plaza de toros. Consigue provocar, sin duda, ese llanto por Ignacio Sánchez Mejías.

No podía faltar tampoco en esta lista de libros inspiradores La metamorfosis (1915), de Franz Kafka. Este relato, indudablemente uno de los destacables de la literatura universal, más significa mucho para mí. Gregor Samsa es un hombre triste y cansado porque no le encuentra sentido a su vida. Él mantiene a su familia hasta que una mañana despierta convertido en un gran insecto. Esto lo incapacita para trabajar y obliga al resto de los ocupantes de la casa a sustentarse por su cuenta, por lo que comienzan a despreciarlo. Será víctima de la incomprensión de sus padres y de su hermana, que si en un principio lo cuida pronto dejará de prestarle atención. Lo que me agrada de esta fabulosa historia es que el escritor recalca esa crisis por la que pasa el caótico siglo xx, ese pesimismo existencial tan propio de la época. Considero que no hay obra que  exprese este desánimo mejor. Además, la cantidad de simbolismos presentes en La metamorfosis hace que me sea más atrayente. Me hace recapacitar sobre el egoísmo de los seres humanos, que rara vez ayudan a otros porque no se molestan en entenderlos. La empatía es una virtud que pocos conocen, y, al ponerme en la piel de Samsa, me entristecí al comprobar que, en momentos decisivos, aquellos que te han dado la vida bien pueden ser el motivo de tu destrucción. Kafka también fue, seguramente, un hombre triste que escribió para escapar de algún modo de la realidad sofocante de un mundo decadente. 

Por último, los dramas históricos de Antonio Buero Vallejo son textos realmente extraordinarios por diversos motivos. Cautivan en buena medida porque aparecen los trazos más humanos de grandes personalidades de la historia como Esquilache, Velázquez, Goya o Larra. No obstante, presentan otras características que me resultan fascinantes. Nacen para rastrear con cierta tranquilidad las raíces de los problemas de la España franquista en tiempos en los que la censura impedía cualquier crítica al sistema dictatorial. Un soñador para un pueblo (1958), Las meninas (1960), El concierto de San Ovidio (1962), El sueño de la razón (1970) y La detonación (1977) son piezas especiales porque guardan tanta relación con la época en que han sido escritas como con la que pretenden representar. Este tipo de obras nos muestran que la sociedad evoluciona por medio de cambios históricos, nos explican el significado de dichos cambios y nos aportan la esperanza de lograr otros en un futuro no muy lejano. Contra las críticas que han considerado que es un teatro muy pesimista, debo destacar que la tragedia de Buero es, esencialmente, positiva. El final suele suponer una cerrazón casi completa para los protagonistas, pero su sacrificio nunca es en vano. El perspectivismo histórico se encarga de mostrarnos que sus sueños no mueren con ellos, que a veces estos tienen plena realización. Es por eso que el dramaturgo pone sus esperanzas en la voluntad del hombre: 

 […] los dramas […] no encierran por lo general otra respuesta que la de seguir interrogando. Y si, a pesar de ello, se escriben, es por la esperanza de que a su través la interrogante se haga más imperiosa y clara […] Esa esperanza mueve a las plumas que describen las situaciones más desesperadas. Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves, pero esperanzadas interrogantes.


Si como dijo André Maurois “la lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta”, indudablemente la literatura está pensada para preguntar más que para responder. Yo espero la sentencia, y tal vez por este motivo escogí esta profesión. Quisiera también resaltar unas profundas palabras de la admirable película El club de los poetas muertos, que aluden a que se escribe porque ello alimenta nuestra pasión y nos mantiene vivos. Esta fuerza inspiradora mueve montañas y es que, sin duda, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo. Por este motivo representan una amenaza para muchos, aunque un bálsamo para otros. Los libros son, en definitiva, una verdad que no se puede esconder por mucho que se desee, afortunadamente. 

 

Espero que hayáis disfrutado de esta breve presentación. Calculo que a finales de esta semana, y si no nada más empezar la próxima, subiré una nueva entrada. Gracias por leerme. 


 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario