¡Día de teatro! Sí, por fin me he propuesto dedicar una entrada a este género en el blog. Por eso pensé en la figura de José Luis Alonso de Santos, considerablemente importante en el contexto de la literatura española actual. Seguidamente, con ayuda de algunos estudios críticos sobre el teatro del autor, trazaré las características más destacables de sus obras más famosas y mostraré cómo poco a poco evoluciona hacia el costumbrismo.
La
transición modernizó España, pues, con
la muerte del Caudillo, se garantizaron las libertades por medio de un sistema
parlamentario pluralista y unos sindicados que por fin veían reconocida su
función social. Estos cambios, y otros muchos, afectaron también al teatro, que
intenta adaptarse a los nuevos tiempos y consolidarse en nuevas formas. Es por
eso por lo que es necesario aludir a la figura de José Luis Alonso de Santos,
quien consigue poco a poco asentar las bases de un nuevo teatro costumbrista.
Este vallisoletano, opinan muchos críticos, es uno
de los dramaturgos más representativos del panorama teatral español contemporáneo
por diversos motivos. Explica Andrés Amorós que “es indudable que Alonso de
Santos es un hombre de teatro, más que un escritor o intelectual” (1992: 15) y
ello probablemente sea la mayor causa de su éxito. El dramaturgo, entonces, es
considerado como un artista realmente completo porque escribe, interpreta y
dirige las obras representadas por su grupo: Teatro Libre.
¡Viva el
Duque, nuestro dueño!
Nuestro
autor empieza a escribir en 1975 porque existía una necesidad de garantizarle trabajo
al grupo de teatro y, sobre todo, porque necesitaba relacionarse de algún modo
con esa realidad que se le antojaba tan compleja. Como él mismo afirma: “Yo
hago teatro para dar respuesta a una situación que me desborda y al menos al
escribirlo o al dirigirlo la entiendo, la digiero un poco” (Cabal, 1985: 153).
Es así como nace ¡Viva
el Duque, nuestro dueño!, obra que se acerca a la realidad que viven en
esos años muchos artistas y que, a su vez, emplea recursos cómicos propios de
un estilo popular dentro de la tradición española. Alonso de Santos ambienta su
historia en 1680, momento en el que el reinado de Carlos ii parece culminarse y se espera la
llegada al poder de la casa de los Borbones. El último de los Austria condujo
al país a la bancarrota debido a su incapacidad por frenar las crisis
económicas y las rachas de hambruna de una población cada vez más empobrecida,
por lo que el escenario que escoge Alonso de Santos no puede ser más devastador.
En la obra se retrata, pues, una época fronteriza dominada por el absolutismo y
la decadencia incluso en el ambiente cultural, que cada vez se abre más a la
superstición y a la ignorancia (Piñero, 2005: 125-128).
Este contexto realmente es el más propicio para
hablar de propagandas políticas, crisis, tensiones sociales y angustias
relacionadas con temas tan propios del teatro del Siglo de Oro como la muerte,
el hambre o el ascenso social. Indudablemente esta situación patente en la
sociedad de finales del siglo xvii
se relaciona con la que está atravesando la España de 1975, que vive el agotamiento
del franquismo y un periodo de transición hacia la democracia que ofrece un
futuro tan esperanzador como incierto. El miedo, la miseria y la tensión
política que los actores de Teatro Libre experimentaron durante el franquismo,
es igual a la que esos actores, personajes de ¡Viva el Duque, nuestro dueño!,
sufren en la sociedad de Carlos ii
(Piñero, 2005:128-132). Ciertamente, los cómicos protagonistas constituyen un
microcosmos social en el que están reflejadas todas las tensiones de la época —la
marginación del artista, la limpieza de sangre, la presión religiosa, el poder
de la inquisición, las torturas, la brujería, la incultura, la pobreza y la
injusta situación del campesinado— ofreciendo una visión lamentable de ésta (Olivera,1988:25-27).
El álbum
familiar
Esta
representación también resalta un momento clave en la producción del
dramaturgo. Cabe destacar, además, que se origina por causas diferentes a las
de su primer escrito. El propio autor admitió que El álbum familiar surgió gracias a la influencia recibida de Wielopole, Wielope, obra que descubrió
en 1981 cuando asistió al V Festival Internacional de Teatro en Caracas. Este
trabajo del dramaturgo polaco Tadeusz Kantor gira en torno a la concepción que
Proust tiene del tiempo y del espacio[1],
parámetros que capta Alonso de Santos y le permiten alejarse de su estética (Cabal,
1982:52).
La obra saca la personalidad del autor mediante un
especial tratamiento del tiempo. El personaje principal recoge muchos ecos
autobiográficos que no se disimulan ni tan siquiera en la dedicatoria inicial
cuando aparece el nombre de la familia del dramaturgo, considerando que son los
protagonistas de ese álbum (Piñero, 2005:248- 255). Frente a esto, Alonso de
Santo declara que, aunque se abre de forma sincera dentro de una dimensión
poética, la obra no es fundamentalmente autobiográfica (Cabal, 1982: 156).
Es así como se adentra en el tiempo de la memoria,
que no se organiza cronológicamente porque en él existe la simultaneidad, para
ayudar al protagonista, Yo, a reconstruir su identidad en ese viaje en tren que
también se entiende como un camino hacia la madurez. Al mismo tiempo que ese
protagonista parte de atrás para reconstruirse, también lo hace el autor y los
lectores o espectadores. El álbum
familiar se convierte, de este modo, en un intento de recapacitar sobre una
nueva realidad posible hacia la que hemos de viajar (Piñero, 2005:241-242).
Todo esto se consigue gracias al hecho de que el
protagonista se llame Yo y no Autor, pues con ello se implica de alguna manera
al receptor cuando lee o presencia el montaje. Lo mismo sucede con el resto de
personajes, a los que se les añade el posesivo de primera persona para
empatizar con el espectador (Piñero, 2005:248).
Como el dramaturgo termina recogiendo la perspectiva
de todos aquellos que vivieron los años en los que se sitúa la acción de El álbum familiar, el texto se entiende
como un estremecedor testimonio de la Guerra Civil española. La obra nos
inserta también en la España de la inmediata postguerra, porque la figura de
Franco y la falange están tan presentes como las referencias a las canciones
populares, al racionamiento y a los alimentos de la ayuda americana (Amorós, 1992:30).
Tal y como ocurre en otras obras de los años ochenta como Las bicicletas son para el verano de Fernando Fernán Gómez o ¡Ay Carmela! de José Sanchis Sinisterra,
el texto de Alonso de Santos emplea la memoria colectiva para tratar de
recuperar la identidad.
La figura de Mi padre, que no quiere sonreír para la
foto porque nunca ha tenido ganas de hacerlo, recuerda al pesimismo propio de
los vencidos. Los abuelos, que se les recuerda porque mueren por causas
relacionadas con la guerra, aluden a la gran cantidad de muertes que generó ese
terrible conflicto bélico. El padre de mi padre presenta también la imagen de
esos perdedores a los que sólo les queda la posibilidad de sobrevivir por medio
de la obediencia, como si estuviesen muertos al igual que los personajes en las
fotos. Mi hermana pequeña, al hablar de sus deseos por celebrar un gran
cumpleaños cuando era niña, remite a todos los niños envueltos en la pobreza de
posguerra. El fondo religioso en la obra se refleja muy bien, ya que el papel
del Sacerdote recuerda al enorme poder que tiene la Iglesia en la España de la
época. El preso arrestado por la Guardia Civil hurga en la memoria colectiva de
los españoles porque ese condenado pertenece a cada una de las familias
españolas que vivieron el infierno de esa guerra civil (Piñero, 2005: 276-280).
Todo este viaje hacia el pasado para encaminar el
futuro crea una obra que se configura en esos primeros años de la democracia,
en los que se desarrolla una labor de homenaje a los caídos en la guerra y de
reivindicación de la memoria histórica.
La
estanquera de Vallecas
Importante
cambio se produce en La estanquera de
Vallecas, texto que se escribe con la exigencia de indagar en los nuevos
lenguajes teatrales. El espectador, que se ríe de los cómicos de ¡Viva el Duque, nuestro dueño! desde la
distancia, es capaz de compartir con los personajes de esta nueva obra tanto su
risa como su llanto porque pronto asume el drama de sus vidas (Olivera, 1988:34).
Alonso de Santos quiso mostrar las señas de identidad propias de los años
ochenta y declara lo siguiente:
El autor es un espía de los deseos de su tiempo y
aunque el hombre tiene conflictos sin resolver que perduran a lo largo de todos
los tiempos, estos conflictos toman en cada época su sabor peculiar, un
lenguaje, una sincronía con su momento histórico. Es por eso por lo que trato
de conectar en mis obras con el mundo de hoy
(Citado en Amorós, 1995:21-22).
Así es como nace esta historia que trata sobre la
gente pobre que intenta abandonar su situación actual. Los protagonistas, Tocho
y Leandro, entran a robar en un estanco, se encierran en él y toman como
rehenes a las dueñas: doña Justa y su nieta Ángeles. No obstante, estos cuatro
personajes terminan estableciendo relaciones de afecto que generarán la tensión
dramática junto con la presencia de la policía rodeando el lugar. Esta pieza se
basa en un hecho real, uno de tantos que nos ofrece, cada día, la crónica de
sucesos de cualquier periódico (Amorós, 1995:22).
Alonso de Santos añadirá, entonces, un tema novedoso
y poco frecuente en el teatro: el síndrome de Estocolmo. Doña Justa, la anciana
estanquera, se impondrá en un principio a Leandro y a Tocho por madurez, pero
finalmente sabe corresponder con afecto y desencadena los golpes que
inconscientemente van a parar al policía (Olivera, 1988:41-42).
La descripción de los personajes y la separación de
las fuerzas que entran en pugna ayudan mucho a comprender este retrato del
Madrid de estos años. Leandro es un hombre solitario que ha sido abandonado por
su mujer y que se siente desesperado ante su situación como parado. Servirá de
padre a Tocho, un chico totalmente irreflexivo al que la vida ha tratado
injustamente. El joven representa la parte más negativa del desarrollo español
de los sesenta, cuando la emigración interior se instala desordenadamente en
los extrarradios de las grandes ciudades a las que han acudido en busca de
futuro (Piñero, 2005:307). Éstos, además de representar a una sociedad rendida
que se ve abocada a la delincuencia para poner remedio a su situación laboral,
actúan como reflejo directo de algunos de los problemas más graves que sigue
padeciendo la España democrática. Se entiende que la sociedad ha hecho de ellos
unos sinvergüenzas, pero no son delincuentes habituales y esto es patente para
el policía. Al final serán detenidos y se convertirán en un triste suceso de la
vida cotidiana (Olivera, 1988:39-41). La estanquera, por su parte, es un
personaje de procedencia rural que representa a ese ciudadano medio de las
capas urbanas del extrarradio que, con gran esfuerzo, ha salido adelante
durante las últimas décadas de la realidad española. Es una anciana que
presenta una serie de valores muy fijados y, por ello, le será difícil
justificar las acciones de Leandro y Tocho por muy desesperados que se
encuentren. (Piñero, 2005:307).
Las
fuerzas en pugna se representan en función del estrato social de los
personajes, por lo que el mundo suburbial de los delincuentes y el estrato
social humilde al que pertenecen las víctimas se enfrentan contra la clase
media, representada por los policías. La
diferenciación lingüística completa la individualización de los personajes,
espejo del habla urbana: el argot de los jóvenes, el lenguaje coloquial de la
estanquera y el lenguaje convencional de policía (Olivera, 1988:41-42).
Los personajes de La estanquera de Vallecas van a tomar unas características
absolutamente diferentes a todo su anterior teatro porque, aunque existe un
paralelismo entre la situación de marginados de los cómicos humildes de ¡Viva el Duque, nuestro dueño! o de la
familia humilde de El álbum familiar,
en esta obra generan situaciones conflictivas sacadas de la realidad actual del
autor. Surge entonces el yo actuante que luego Alonso de Santos va a
desarrollar de nuevo en obras posteriores como en Bajarse al moro o Yonquis y
yanquis. No obstante, la obra no es un alegado o una reflexión crítica
sobre la marginación, simplemente es teatro que busca la verosimilitud a partir
de una situación inicial costumbrista y no puede renunciar a los conflictos
(Amorós, 1995:27-30).
Bajarse al
moro
Llegados
a este punto, es necesario detenernos en su obra más conocida: Bajarse al moro. Esta se estrena en
1985, fecha clave en el panorama español: Madrid recupera la vitalidad, el
orgullo y la alegría; la movida madrileña se encuentra en pleno apogeo; y las
ideas socialistas están cada vez más asentadas (Piñero, 2005:353).
Teniendo
en cuenta esta situación social, Alonso de Santos vuelve a tomar la calle como
fuente principal de inspiración y elabora una historia basada en la vida de
unas conocidas que se dedicaban a vender hachís. Surge así Bajarse al moro, obra en la que se representa la vida de un grupo
de jóvenes que viven en un piso y se enfrentan de algún modo a los valores
establecidos por lo lejanos que los sienten, ya que en su entorno han asimilado
que los conflictos son cotidianos (Amorós, 1992:34).
La
obra empieza con la presentación de Jaimito, que está haciendo sandalias de
cuero tranquilamente cuando aparece Chusa con Elena. Esta última busca refugio
en ese espacio que a ella se le antoja de aventura, por lo que pretende
integrarse en el mundo de la marginalidad por capricho. Chusa la acoge y, así,
la obra gira en torno al proceso iniciático de Elena en la difícil prueba de la
compra y el tráfico de droga. Alberto, que aparece más tarde, representa para
el espectador un joven a caballo entre dos mundos: el de los delincuentes, sus
amigos marginados; y el de la ley, su trabajo como policía. Este personaje
presenta una conducta totalmente ambivalente porque mantiene el orden fuera de
casa, pero dentro de ella olvida las reglas del decoro debido a que no llega a
asimilar su nueva condición profesional (Tamayo y Popeanga, 2004: 57-61).
A
medida que avanza la trama, Elena intentará pasar al grupo de los marginados y
Alberto al de los integrados. Finalmente, los dos se unirán y se darán cuenta
de las ventajas que reporta la vida regular para abandonar definitivamente el
espacio de la marginalidad (Tamayo y Popeanga, 2004:71). Estos dos personajes,
como ocurre con el protagonista de El
álbum familiar, tienen que marcharse del lugar para poder evolucionar,
traicionar a los que les rodean para crecer (Piñero, 2005:365-366). Jaimito y
Chusa se quedan estancados, absorbiendo su fracaso, y si comienzan a sentirse
desubicados en su espacio es porque, en el fondo, desean integrarse (Tamayo y
Popeanga, 2004:78). De este modo, se puede decir que los personajes realizan
dos viajes: uno
al moro y otro al futuro (Piñero, 2005:365).
No cabe duda de que se
desprende una imagen costumbrista del Madrid de la época por medio de los
personajes, pero también los elementos socioculturales que aparecen a lo largo
de la obra son idóneos para resaltar otro aspecto de la realidad contemporánea:
revista de cómics (como Víbora o Tótem), retratos de cantantes (“la cara
de Lennon”), canciones de moda (la canción de Los Chunguitos), el libro de
Umberto Eco Apocalípticos e integrados
ante la cultura de las masas, y las alusiones a la película Casablanca por medio del hámster (Tamayo
y Popeanga,2004:52).
El
autor, que diez años antes ya quiso reflejar la sociedad de los años setenta
estableciendo paralelismos entre los cómicos de ¡Viva el Duque, nuestro dueño! y los del franquismo, pretende
seguir en consonancia con su tiempo mostrando un conflicto existente en el
inicio de la década de los ochenta: la lucha entre los que defienden los
valores tradicionales y los que se arriesgan a probar un modelo de sociedad más
idealista (Piñero, 2005:362-363). En resumidas cuentas, el autor muestra una
sociedad que, en plena época de cambio, se enfrenta a la dificultad de
construir unos nuevos valores que sustituyan a los viejos.
También
intenta desmentir, por medio de los fuertes sentimientos que terminan
adueñándose de los personajes, algunos mitos progresistas como el de la
libertad sexual sin celos y sin rivalidad. Alonso de Santos simplemente señala
que esta sociedad se disfraza de socialista para adaptarse a los nuevos tópicos
y muchos, como les ocurre a Jaimito y Chusa, terminan descubriendo que han
vivido en una utopía que los ha devorado (Amorós, 1992:38-41).
El
dramaturgo presenta el enfrentamiento entre el código del orden social y el de
la marginalidad, los cuales se manifiestan en el propio nombre de los
personajes —Chusa es un nombre hipocorístico y el de Jaimito tiene una clara
carga burlesca— y principalmente en el lenguaje (Tamayo y Popeanga, 2004:51-54).
Como en otras obras del autor, el lenguaje de la calle adquiere un papel muy
importante en Bajarse al moro y es
que se representa un registro coloquial enriquecido por todas las voces nuevas
que el mundo de la droga ha aportado a nuestro léxico (Tamayo y Popeanga,
2004:85-86).
Termina perfilando entonces una nueva línea de
teatro rompiendo los moldes del anterior, y es que los personajes de Alonso de
Santos se alejan del sainete clásico, en cuanto a que contribuyen a perfilar un
triste retrato paródico de la sociedad (Oliva, 2002:12), y también del
costumbrismo tradicional porque, como sienten la necesidad de rechazar los
valores establecidos, son marginados que no tratan de integrarse (Piñero, 2005:382-383).
Conclusión
Habiendo
trazado la evolución que ha seguido el teatro de Alonso de Santos desde sus
inicios hasta llegar a su madurez creativa con Bajarse al moro, hemos llegado a una serie de conclusiones que más
adelante expondremos.
Sus primeras obras (¡Viva el Duque, nuestro dueño!, 1975; El combate de don Carnal y doña Cuaresma, 1980; La verdadera y singular historia de la
Princesa y el Dragón, 1980) se remontan a otra época y, situadas en la
tradición de un teatro popular, ilustran principalmente los problemas
profesionales y sociales del mundo teatral. En piezas como Del laberinto al 30 (1979) y El
álbum familiar (1980), Alonso de Santos pretende explorar otros caminos
estéticos y aproximarse al pasado inmediato resaltando los aspectos de la
búsqueda de la existencia y de la reflexión social de un drama simbólico. Con La estanquera de Vallecas (1982) y Bajarse al moro (1985) llega a su etapa
de madurez representando los modelos que más caracterizan al teatro español
actual e insertando un nuevo tema: la realidad cotidiana del individuo en
conflicto con la sociedad actual (Floeck, 1994:11-12).
Esta misma apreciación de la realidad, es
perceptible en otras piezas recientes y es que nuestro dramaturgo no cesa de
describir situaciones cotidianas, indudablemente violentas, que pueden leerse
en los periódicos o escucharse en los medios de comunicación. El clímax de
violencia se manifiesta en cierta medida en Del
laberinto al 30 y en El álbum
familiar con la aparición de armas tales como metralletas o bombas y
reacciones agresivas por parte de algunos personajes. Los ambientes trágicos
siguen describiéndose con más frecuencia en las siguientes obras, destacando el
robo a mano armada en La estanquera de
Vallecas, el encierro de un policía dispuesto a todo en Trampa para pájaros, la venganza de un
presidario en Yonquis y Yanquis, y la
imposible rehabilitación de un skinhead en Salvajes (Olivera, 1988:16-18).
El vallisoletano, de una forma u otra, dedica su
carrera al estudio de la realidad española, pero de un modo totalmente alejado
del naturalismo decimonónico o del costumbrismo superficial. Según indica
Fermín Cabal “el teatro de Alonso de Santos, aunque a veces lo parezca, no
pretende el mero apunte de costumbres y, mucho menos, la distorsión escapista.
Muy al contrario, es, en el buen y anticuado sentido de la palabra, un teatro
comprometido” (1995: 24). A pesar del debate que ha generado la crítica con respecto
a la problemática del género, pues muchos simplemente tratan de distinguir
algunas de estas obras de la comedia costumbrista tradicional, es evidente que
se produce un reflejo de las costumbres españolas y, en nuestra opinión, el
teatro de Alonso de Santos merece inscribirse dentro de un nuevo costumbrismo
que se asemeja a la vez que se diferencia del clásico.
No cabe duda, por tanto, de que nos encontramos ante
un exitoso autor del postfranquismo que ha conseguido dar el salto desde el
teatro independiente hasta el masivo sin traicionar de ninguna manera su
trayectoria o su actividad crítica. Este dramaturgo, como asegura Amorós, ha
seguido una evolución que refleja el natural proceso de maduración del hombre y
del escritor (1992:17).
Bibliografía:
Alonso
de Santos, José Luis. Trampa para pájaros.
Madrid, Marsó-Velasco, 1991.
———. “El autor español en el fin de siglo”, Signa: revista de la Asociación Española de Semiótica, Nº9 (2000),
pp.97-107 [Consultado el
16/12/2016 en http://www.cervantesvirtual.com/obra/el-autor-espanol-en-el-fin-de-siglo/]
Amorós, Andrés.
“Introducción”, en Alonso de Santos, José Luis. El álbum familiar. Bajarse al moro. Madrid, Espasa Calpe, 1992.
———.“Introducción”,
en Alonso de Santos, José Luis. La
estanquera de Vallecas. La sombra del tenorio. Madrid, Castalia, 1995.
Cabal,
Fermín. “Alonso de Santos: un tren que viaja a alguna parte”, Primer Acto, Nº194 (1982), pp.42-55.
———.Teatro español de los años 80. Madrid,
Fundamentos, 1985.
Floeck,
Wilfried. “Introducción”, en Alonso de Santos, José Luis. La última pirueta. Murcia, Antología Teatral Española, 1994.
Oliva,
César. “Introducción”, en Alonso de Santos, José Luis. Yonquis y yanquis. Salvajes. Madrid, Castalia, 2002.
Olivera,
María Teresa. “Introducción”, en Alonso de Santos, José Luis. Viva el Duque, nuestro dueño. La estanquera
de Vallecas. Madrid, Alhambra, 1988.
Piñero,
Marga. La creación teatral en José Luis
Alonso de Santos. Madrid, Fundamentos,
2005.
Tamayo,
Fermín; Pogeanga, Eugenia. “Introducción”, en Alonso de Santos, José Luis. Bajarse al moro. Madrid, Cátedra, 2004.
Hasta aquí llega mi humilde intervención. En pocos días volveré con más trabajos relacionados con la lengua y las literaturas hispánicas. Os deseo un feliz fin de semana.
[1]
Básicamente lo que postula
Marcel Proust es que el tiempo y el espacio no son recuperables. Cada momento
muere en sí mismo y, por tanto, mueren tanto el momento como su espacio.
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